Las tres cuartas partes de mi actividad son mentales. Pienso que paso demasiado tiempo pensando. Pienso que tengo que pensar menos y hacer más. Pienso que pensar tiene su tiempo, y lo tengo que encontrar.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Regreso al futuro

Tal y como están cambiando las cosas no sé si vamos, venimos o estamos dando vueltas en círculo. Desde mi nacimiento, hace ya muchos años, la vida cotidiana ha evolucionado de forma vertiginosa, obligándonos a correr para no quedarnos en la estación viendo pasar el tren del "progreso". Todo ha cambiado mucho desde entonces.
En el colegio aprendí a leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir, prácticamente todo lo que necesitabas para sobrevivir en este mundo.  Para ello sólo era necesario una pizarra, tizas y borrador. Los profesores tenían más autoridad que un guardia civil. No se discutían sus decisiones, ni la de los padres tampoco, que para colmo de males se aliaban con los profesores para hacernos la vida imposible. Ahora se pelean entre ellos, mientras los escolares se ríen de ambos.
Descubrí la palabra utopía pidiendo cosas que nunca conseguí, bien porque no había medios, bien porque no eran recomendables. La palabra NO, era no (cuando la decían tus padres). Y lo más curioso de todo es que no se tenía en cuenta, para  nada, que el resto de tus amigos tuviera ese artilugio que tú deseabas. Igual que ahora, que te coge el niño un trauma más pronto que un resfriado.
Un sueldo era suficiente para vivir, y convertía el milagro de los panes y los peces en algo tan cotidiano que cuando te lo contaban, te reías ¿milagro?, si eso pasa en mi casa todos los días. Ahora necesitas un sueldo sólo para pagar la factura de la luz, y un milagro para tener un sueldo.
El tiempo era oro, y había mucho, pasaba lento, sin prisas. Ahora es como una fuga de agua, se va, y ni te enteras.
Las personas mayores eran respetadas y, muy raramente, pasaban su vejez en residencias o asilos. Lo normal es que estuvieran en su casa atendidos por familiares que no  recibían ninguna compensación económica por ello. Ahora, sin embargo,.... (hasta he oído que a alguno le han abandonado en una gasolinera).
Se jugaba en la calle. El parque y la calle eran el centro de reunión de la chiquillería y nada tenía que ver con los numerosos y modernos parques de ahora, con sus suelos acolchados, sus columpios y toboganes, colocados, unos de otros, a menos distancia que las farmacias. No necesitábamos nada de eso, ¡había tanto por hacer! Los instrumentos para jugar eran tan rudimentarios que nos convertíamos en auténticos McGiver. Un clavo de grandes dimensiones nos servía para dibujar unos cuadros en la tierra húmeda, e ir lanzando el clavo, cuadro por cuadro, hasta completar el improvisado tablero. ¡Cualquier le da ahora un clavo de esos a un niño!, te quitarían la custodia. La comba, la gomilla, la regaña... eran juegos que se realizaban en grupo. Cuando yo era pequeña se inventó el monopatín, una tabla de madera a la que se le enganchaban cuatro ruedas y un palo a modo de timón, y a tirarte por las cuestas abajo, sin rodilleras, sin coderas y sin casco. Y además había un montón de juegos que ni siquiera requerían instrumento alguno: un dos tres gallito inglés, dónde están las llaves matarile, el juego del pañuelo. Todos estos juegos llenaban las tardes y nos retenían hasta que una voz decía tu nombre y corrías para casa. Estas diversiones han sido desterradas, han sido sustituidas por los castings, para cualquier edad y para cualquier actividad, bailar, cantar, hacer anuncios, contar chistes, etc...

En las casas había una sola televisión, normalmente situada en el salón, donde la familia se reunía a comer, y por la noche la emisión terminaba para los niños cuando salían dos rombos. Lo sabíamos y nos íbamos a dormir.
Era todo un acontecimiento que se fundieran los plomos. Suerte que siempre había en casa algún manitas que los arreglaba en dos coma tres. Era todo un misterio que aquella plaquita de cerámica con unos hilos de cobre tuviera tanto poder. Por cierto, las bombillas de bajo consumo no existían.
Recuerdo el sonido y el olor del molinillo de café. El coche era un lujo innecesario. No lo necesitabas para la compra porque en tu barrio había tiendas para todo lo que necesitaras. Recuerdo las básculas de las tiendas, que ocupaban medio mostrador, con su juego de pesas. El pescado envuelto en papel de periódico. Las bolsas de pan....
Y, de repente, aparece el ordenador, ese armatoste con una pantalla verde que utilizaba un extraño lenguaje. Y luego el teléfono móvil, tamaño ladrillo. Internet. Y el cáncer.
A partir de entonces el mundo empezó a correr cuesta abajo en una frenética carrera sin meta a la vista. Cambiamos de moneda, con miedo al principio y con pánico después, una vez que eras capaz de calcular automáticamente el precio en pesetas y el precio en euros. Cada cambio tecnológico se acompañaba de cambios sociales totalmente revolucionarios, la incorporación de la mujer al trabajo, la corresponsabilidad en las casas, la pretendida igualdad de los sexos. La familia sufrió una metamorfosis. El divorcio pasó de ser cosa de famosos de la televisión, a un trámite más parecido a pedir una cita en el médico. Los psicólogos pasaron de ser excéntricos profesionales a médicos de cabecera y quien no se toma un antidepresivo es que no sabe qué es la vida.
Un día, como quien no quiere la cosa, desapareció el humo de la calle, las casas, los bares, las universidades. Fumar, algo tan "natural" como beber agua, se convirtió en un perverso crimen de gentuza vulgar e inculta. Y, al contrario, montar en avión pasó a ser algo tan común como el Paquito El Chocolatero de las verbenas.
No sé cómo ni cuándo apareció lo del botellón. Me pilló fuera de honda y ni te cuento con las drogas, ni tradicionales ni de diseño, eso no iba con mi generación. Los cuatro locos que había, estaban localizados; no como ahora, que vivimos con el miedo de que se nos desarrolle la enfermedad mental que todos portamos dormida en nuestro interior. Básicamente lo que antes llamábamos vicios (porque éramos así de bárbaros), ahora, ya por fin, se les ha denominado enfermedades.
Así transcurría la vida, de modernidad en modernidad, con continuas alarmas sobre los peligros de mi generación ¡un niño llevando una mochila llena de libros al colegio, qué horror! Nos hemos refinado mucho, muchísimo, a base de euros.
Y en mitad de esta vorágine de globalización, smartphone, fibra óptica y e-commerce el mundo empezó a darse la vuelta sobre sí mismo, como si el reloj del tiempo se hubiera vuelto loco y ahora fuese hacia atrás. Primero, despacio. "No a la tala" pasó a ser una anécdota de la prensa rosa a una tendencia ecologista a la que se sumaron el coche eléctrico, las bombillas de bajo consumo, los interruptores de las alargaderas, las bicicletas, el reciclaje, la comida "sana", el comercio justo, la guerra a las bolsas de plástico. Tras esto, el 15M, las asambleas callejeras bajo el manto de una gruesa capa de Whatsapp, envuelta en twitter relleno de facebook. Las protestas, la policía, la rebelión, la primavera árabe. Alemania y Grecia, hasta hacía poco eran países que participaban en eurovisión. Ahora, eran la cara y la cruz del desarrollo-subdesarrollo, de la ida y de la vuelta, de la letanía marital: riqueza-pobreza, salud-enfermedad, alegrías-penas.
Miro atrás en el tiempo y después miro hacia el futuro y ambas visiones se parecen tanto... que todas las transformaciones aquí relatadas y ocurridas realmente durante el transcurso de menos de cincuenta años, sólo parecen el resultado de unas horas en un parque de atracciones: noria, montaña rusa, y como colofón, la caída libre desde la estratosfera.
El porvenir es el futuro, pero se parece tanto al pasado que por eso no sé si estoy yendo al pasado o regresando al futuro.

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