El congreso parece una reunión de la comunidad de vecinos eligiendo el color de los toldos, con todos los componentes típicos de estas reuniones, la vecina rabalera, el vecino siniestro, el presidente autonombrado, el moroso y la que boicotea siempre la unanimidad y va buscando peleas por los rellanos. Por su parte, el senado, como siempre, es el casino mercantil de cualquier pueblo, donde van los jubilados que viven de las rentas a echar sus partidas de dominó, ajenos al mundo real y convencidos de que se merecen su pingüe situación. Qué panorama más chungo.
Recuerdo a una señora de mi pueblo, a la que por cierto llevo mucho tiempo sin ver, que una vez, comentando cosas de su barrio, me dice: yo me voy todas las tardes a andar un rato, mientras mi marido se queda en la moncloa. Al preguntarle qué era eso de la moncloa, me explica que es el parque que hay en su barrio, donde se reúnen todos los viejos a arreglar el mundo. Qué ingenioso. El nombre le venía que ni pintado a esa peña sin local, que se reúnen frecuentemente para hablar de los problemas del mundo y no resolver absolutamente nada. Visto así, no hay plaza que se precie que no tenga su propia moncloa, como un comité de sabios, víctimas de la crisis (de valores) que los coloca en el olvido y la indiferencia.
Y a pesar de las semejanzas que podríamos encontrar con la Gran Moncloa, existen un montón de diferencias: la moncloa de mi pueblo está al aire libre y nadie se queda allí a vivir. Sus asientos son duros y sin espaldar y los tienes que compartir con otras personas y además, si te distraes, pierdes el sitio. Las pensiones de una y otra moncloa varían por un par de ceros nada más, y nada menos. En la pequeña moncloa la entrada es libre, no precisas invitación. No hay protocolos, ni turnos para hablar. Cada uno dice lo que le da la gana, cuando le da la gana, y los demás replican o pasan completamente del orador. No hay móviles ni tablets que te distraigan de lo que realmente importa, intercambiar opiniones a destajo, sin miedo porque no hay nada que les pueda empeorar su situación, ni sus opiniones empeoran la situación de nadie. Y cuando terminan las sesiones, nadie espera a su coche oficial, cogen su bastón y para casa a ver el telediario para enterarse de los problemas del mundo y comentarlos mañana en la sesión ordinaria. Nadie echa a los inquilinos de las pequeñas moncloas. Se van un día y, a veces, nunca vuelven.
Qué absurdo, ¿no? La Gran Moncloa digo.