Sobre las 11,30 de la mañana vimos unas torres a lo lejos. Nena, eso es Santiago. La mezcla de ilusión e impaciencia te da impulso en las piernas, ya te lo digo yo. Esos últimos kilómetros íbamos a toda leche. Ya dentro de la ciudad empezamos a oír un murmullo cada vez más fuerte. Miramos atrás y vimos un grupo de personas hablando tan alto y corriendo tanto que en lugar de a la plaza del Obradoiro parecía que iban a la guerra misma. Palos en ristre, zancadas de olimpiadas y voces de coro de verbena cantando Paquito el chocolatero. Me entró miedo. Apretamos el paso intentando recobrar el silencioso sonido del camino. Esa quietud que te permite ir pensando en tus cosas con serenidad, como si tuvieras todo el tiempo del mundo para ello. Y así, intentando recobrar la paz, llegamos a un semáforo en rojo. Noooooo, por favor que cambie ya, que cambie ya, que cambie ya. Diez veces me dio tiempo a decirlo antes que la horda llegara al puto semáforo, que seguía rojo, esperándoles. Nos rodearon dando voces sobre las flechas del camino, que yo con mis propias manos, redundantemente, les habría clavado en toda la frente. Y como por arte de magia, tan mala como la magia Borrás, el semáforo cambió y el grupo nos engulló como un huracán tropical, nos rebasó y nos hizo pararnos para dejar la distancia de seguridad precisa para no liarnos a tortas. Ufff, que cabreo me entró. Mientras andaba tras ell@s y tras sus bocinazos, advirtiendo que aquella gente era de Murcia, por esa forma de hablar que no hay quien entienda, nos fuimos acercando al destino final. El grupo marciano de Murcia iba encabezado por una chica rubia, de pelo ensortijado, con una camiseta verde fosforescente y un pantalón rojo. Sí, lo sé, mezcla de colores complicada. Esa mujer caminaba como poseída por un espíritu infernal que la hacía gritar y correr, dando golpes con su palo por las preciosas calles empedradas de Santiago, que parecía ella sola una procesión de bastoneros de Cadiz, a tope de revoluciones. Esto ya iba anunciando un final con sorpresa. Y así fue. El ansia viva que esa mujer llevaba en su cuerpo le impidió, supongo yo, cumplir el ritual que traía pensado desde su casa, y justo antes, pero justo un milímetro antes, de pisar la plaza, cayó de rodillas levantando su palo con las dos manos en señal de ofrenda. Qué espectáculo. El grupo que la seguía, desconcertado, frenó en seco. Paralizados, contemplaron aquella escena, mirando al cielo por si es que el mismo apóstol Santiago había salido de su garita para aparecerse a esa fan enloquecida y regalarle su último trabajo musical con la banda de gaiteros de la diputación. Madre del amor hermoso. La que se podía haber liado allí con la de gente que llegábamos en ese momento y esa mujer colapsando la estrecha entrada a la ancha plaza. Mujer, no podías haber montado tu número unos metros más adelante? Pues no pudo. Y ahí vino nuestro momento. Como huracán tropical engullimos al grupo, lo rebasamos y entramos tranquilamente a la plaza a disfrutar de la alegría sin tanta estridencia que allí se vivía. Luego llegó ella y su grupo detrás. Más tarde. Desfallecida y frustrada. Su plan salió mal. Ahí os dejo una foto. La identificaréis por su vestimenta. Y ya sabéis, cuidado con los países tropicales, que tienen huracanes, aunque luego se queden en ná.
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