Sábado por la mañana. Desayuno sin diamantes y enfilamos para el museo a ver al genio del surrealismo. A pesar de llevar las entradas preparadas para evitar colas, gracias a la advertencia de una buena persona, no como la taquillera del tren, no pudimos librarnos de una extensa pandilla con cicerone que nos acompañó todo el recorrido, obligándonos a esperar que vieran cada cuadro, con su respectiva explicación y despejaran la zona dejando espacio al resto de personal que vagábamos salvajes por las salas, observando las pinturas en bruto, sin explicación ni leyendas inventadas. A mí me gusta más así. En el fondo lo mío es el impresionismo. Me quedo con las impresiones de las cosas, o me gustan o no me gustan y no necesito que nadie me diga si un cuadro es bueno o no, yo tengo mi propio criterio. Pero con esto de las pinturas siempre te llevas alguna sorpresa. Acostumbrada a ver los cuadros en libros o pantallas, cuando por fin los tienes delante, la cosa cambia. Por ejemplo, el cuadro de los relojes derretidos no es más grande que una cuartilla. Eso me decepcionó, pero no empañó la visita que resultó verdaderamente interesante. Tan alucinante como los cuadros nos resultaron sus títulos, con los que fuimos pasando del asombro de "Niño geopolítico contemplando el nacimiento del hombre nuevo" a la sonrisa de "Construcción blanda con judías hervidas", terminando con la risa desternillante de "Rostro del gran masturbador". No es por nada, pero el dueño de "Autorretrato con cuello rafaelesco", está claro que era un cachondo, que se ha reído hasta de su sombra. La "carne de gallina inaugural" se nos puso más de una vez ante esos tremendos puzles llenos de detalles, como una particular rue del percebe 13, en el que siempre aparecía de fondo "El espectro del sex-appeal". Ole Dalí.
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