Las tres cuartas partes de mi actividad son mentales. Pienso que paso demasiado tiempo pensando. Pienso que tengo que pensar menos y hacer más. Pienso que pensar tiene su tiempo, y lo tengo que encontrar.

jueves, 2 de noviembre de 2017

La bisagra

Ayer tarde saltó una bisagra de cazoleta de una puerta de un armario de mi cocina. Ahora qué? Me pregunté. A mirar en google, me contesté. Vistos tres o cuatro vídeos de esos manitas que abundan por las redes, decidí que ya estaba lista para repararla. Qué optimismo, por dios. Lo menos tardé dos horas y media en dejarla funcionando. Me senté en la encimera, cogí mi destornillador y me puse manos a la obra. Bueno, más bien brazos a la obra porque la puerta abría hacia arriba. Eso me hizo recordar ese mes de agosto que tuve que hacer 35 sesiones de radioterapia, a las 4 de la tarde cada día, con los brazos para arriba, como si la guardia civil me hubiera dado el alto. Chungo. Pero claro, aquello era poco rato y sólo provocaba quemaduras. Lo de la bisagra es otra historia, porque tanto rato con los brazos en señal de implorar debió provocar un desvío de mi normal riego sanguíneo y aceleró la actividad mental. Mientras trataba de enroscar ese tornillo amorfo y pequeño de la bisagra, mi mente realizó varios análisis matemáticos con logaritmos neperianos y derivadas de lo más complicadas, así como tres autodebates  políticos llegando a las siguientes conclusiones:
Primera: me cago en el inventor de las bisagras de cazoleta.
Segundo: Puigdemon es un alienígena del planeta bruselin, traído a la tierra para hacer un estudio sobre el alcance verdadero de la memez española. Por error de cálculo su nave aterrizó al noreste de España, justo en medio del parlamento catalán en plenas elecciones, y no le quedó más remedio que dejarse llevar. El mundo estaba siendo invadido por un extraño virus, que aún se está estudiando, y que iba provocando la colocación de personajes de dudosa capacidad mental en puestos de poder, ( véase Trump, Kim Jong Un, Maduro... Y el mismo Puigdemon)
Oh, qué mala suerte. Lo que iba a ser una simple recogida de datos se topó de cara con esta difícil situación que se les fue de las manos a los del planeta bruselin, que quedaron como Mariano Rajoy, con la boca abierta esperando el desenlace de algo desconocido y esperpéntico que empezó como un truco o trato y aún está coleando. Oye y que parece que va para rato. Yo incluso dejé de ver los informativos. Me aburría aquel sin sentido que tanto ruido provocaba. Y de repente voy y me entero que los de bruselin se han llevado al Puigdemon a su planeta, pero que lejos de zanjar la cuestión han decidido dar un paso más y seguir buscando el límite de la estupidez. De esa estupidez que distorsiona la realidad  convirtiendo la democracia, en la ley del embudo (ancho para mí, estrecho para los demás) y la mayoría en un mayoral y cuatro pastores que no dan ni para el belén de este año.
Tercera: como dicen en mi pueblo, "aficionados, todos al fútbol"
Podría seguir, pero tengo los brazos destrozados.

jueves, 3 de agosto de 2017

Castillos de arena

Ya sabéis que yo a la playa siempre llego temprano. Planto mi silla en primera fila y la toalla al lado, sobre la arena, para tumbarme boca abajo y que el sol dore mi espalda. Eso sí, cuando está todo colocado me acerco a la orilla para que el mar me moje los pies, así calibro la temperatura y calculo lo que voy a tardar en zambullirme. Desde la toalla veo las puertas invisibles de entrada a la playa y voy observando como llega la gente. Hay quienes van directamente a un sitio, como si lo tuviesen ensayado. Hay quienes no lo tienen claro, andan hasta la mitad de la arena, se paran y mueven la cabeza a un lado y a otro buscando el hueco perfecto, !como si eso existiera!. Entretanto, yo voy entrando y saliendo del mar, que no hay cosa que me guste más, y cuando ya estoy completamente rodeada, cojo mi toalla, la sacudo con fuerza y la coloco en mi silla de cuatro posiciones, dos de las cuales, las más tumbadas, no funcionan por no usarlas. Me coloco mi gorra y mis gafas de sol y a disfrutar del panorama. Soy de rituales, que se le va a hacer. Pero me consuela saber que no soy la única. Ayer se colocaron a mi izquierda un hombre de unos 60 años y un joven de unos 30 y pocos. No los vi llegar, me pilló en una inmersión. Pero cuando hice mi salida triunfal, como Halle Berry en una película de Manolo Escobar, allí estaban, los dos sentados en la arena, con una palita y dos vasos de tubo, haciendo un castillo. El tiempo en la playa se ralentiza, cuando crees que llevas dos días allí, miras el reloj y sólo ha pasado media hora. Bueno, pues pasada una hora de reloj, esos dos hombres llevaban construida la residencia del rey medieval más grande de todos los tiempos, ese rey de cuyo nombre no quiero acordarme, que es la excusa perfecta de la mala memoria. Aquella increíble construcción llamaba la atención, sobre todo de las personas que paseaban por la playa y que, dado el aumento continuado del latifundio, les obligaba a meterse en el agua si no querían verse atrapadas en una de las mazmorras, porque aquello debía tener hasta un circo romano con leones. Empezó a darme susto, a ver si me iba al agua y no podía volver. Ya me estaba viendo agitando los brazos pidiendo ayuda para que el helicóptero de salvamento me ayudara a traspasar aquel descomunal palacio. O peor aún, que llegara el jeque catarí Ben Nasser y decidiera fijar allí su residencia de verano, abandonando la hortera Marbella, con toda su corte imperial y se acabó el verano, la playa, el chiringuito.... En estas cábalas andaba cuando oí a lo lejos el motor de un aparato volador. Y pensé, ya vienen. Cogí mi toalla, la sacudí, la metí en mi mochila y me fui a casa a ver corazón corazón. Por si contaban el desembarco.

viernes, 16 de junio de 2017

Volando vengo. La estatua de la discordia (capítulo 3)

Después del largo día, cruzando océanos y esas cosas, por fin llegó la hora de descansar. No me jodas que sólo hay una cama, grande, pero una. ¿Pero estos americanos que se han creído, que somos scouts?. El del dúplex decide ir a protestar porque el apartamento se contrató para cuatro personas. La cuarta pasajera se machacó el dedo gordo del pie derecho con la moto tres semanas antes del viaje . ¡Qué mala pataaaaa!  Pues, como digo el del dúplex decidió arreglar el asunto. Eso sí, antes de bajar a recepción dejó claro que él dormiría en el sofá. Creo que no le dimos las gracias por hacernos ese favor de dormir él solo y que el resto se apañe en la cama. En fin. Y allá que fue. Y allá que vino y nos contó que el recepcionista no estuvo receptivo a sus explicaciones y le dijo que por supuesto que era un apartamento para cuatro, dos en la cama y dos en el sofá. 
Venga, que estoy cansada y me da igual dormir aquí que allí, contigo o sin ti. La verdad es que la cama era tan grande que no te dabas ni cuenta si había alguien más, y el colchón era el mejor que nunca he probado en mi vida, en serio. De hecho estuve buscando la marca pero tenía una funda sin cremallera y  me quedé con la intriga.
Y llegó la mañana siguiente y me acordé de la azafata con la que hablé de los polvorones porque, sin duda, el plan de ese día era todo un planazo. Después de un desayuno con incidencia, el del dúplex se cargó la tostadora intentando meter un bollo redondo algo más gordo de lo normal, nos fuimos a la calle.  23 kilómetros andamos: Grand Central Terminal, broadway av, union square con su interesante mercadillo, la Zona Cero, Wall Street con ese toro dorado, completamente rodeado de turistas tocándole los cojones, el Puente de Brooklyn, el Brooklyn Bridge Park con esas impresionantes vistas de Manhattan, y aquí me voy a parar porque esto merece comentario.
Según el plan establecido, al llegar a ese último parque debíamos coger el Water Taxi para ir hasta el muelle 45, pasando por la estatua de la libertad para verla desde el barco. Pues bien, al dueño del dúplex le parecía caro el precio, 31 dólares por barba, y mientras yo intentaba averiguar si había un precio más barato para este servicio, con ese inglés colegial que sólo entienden quienes fueron al colegio contigo, mis acompañantes se acercaron a otro stand de otro ferry y antes de que me diera cuenta habían sacado tres pasajes a 7 dólares por barba y me esperaban muy satisfech@s de su hazaña. Cuando vi el recorrido me entró un sofocón como de menopausia. El maravilloso ferry barato no sólo NO pasaba por la estatua de la libertad sino que iba directamente a la otra punta del siguiente destino. Vamos que fuimos por el East River en lugar del Hudson River. Pá cargarse con la operación.
Las vistas desde el ferry eran bonitas, y mi cabreo hermoso como un oso. Y así llegamos a tierra, y como os podéis imaginar  tuvimos que coger un taxi para llegar al High Line y recorrer sus vías de tren reconvertidas en parque, y de ahí a las galerías Chelsea, que estaban abarrotadas de gente alegre, comiendo, bebiendo, comprando. Y yo con mi cabreo, de paseo por allí.
Y hecho todo esto, nos fuimos  de vuelta para el apartamento, previo paso por un super 24 horas donde nos compramos unas cervezas para pasar el mal trago, budweiser, por supuesto.

Volando vengo. Subway. (capitulo 5)

Después de pasar la mañana entera, desde bien temprano, subiendo y bajando de un autocar que nos llevó por Harlem, Bronx, Queen y Brooklyn, terminamos en pleno Chinatown. Allí, abandonados a nuestra suerte, decidimos comer algo. Buscamos y buscamos un sitio decente que sirviera pato, a la naranja, frito, asado, como fuese. Sitios había a patadas, decentes, no. Así que una de las siete veces que pasamos por el barrio de Little Italy, compuesto por dos calles en el corazón de Chinatown, mostrando lo fácil que es aunar diferencias, nos trincamos una pizza tres quesos que lo flipas. Después, viendo que llovía y que nos quedaba un largo trecho andando hasta el próximo destino, decidimos coger el metro. Ay madre, no quiero ni acordarme. Llegamos a la máquina expendedora, sacamos tres billetes que había que pasar por una ranura y, se supone, que se abría la puerta de acceso a las vías. Treinta veces pasamos los billetes y no había manera, aquello no se abría. Mientras mis acompañantes pensaban soluciones yo me dediqué a observar lo fácil que le resultaba a la gente abrir la puerta. Comprobé que pasaban la tarjeta por la ranura con una rapidez exagerada, así que ni corta ni perezosa pasé velozmente la tarjeta y click, se abrió la puerta y más velozmente me colé. Me entraron ganas de brincar hasta que me di la vuelta y vi a mis acompañantes al borde de un ataque de nervios diciéndome, ¿qué haces ahí, insensata? ¿Ahora que vas a hacer? ¿No ves que no podemos entrar? La cara más blanca que la pared se me quedó. A la porra la alegría, a la porra la ranura, a la porra la puerta, las vías, el metro, Nueva York, el mundo entero a la porra. Mi repetido argumento de "si yo he podido, vosotr@s también", no sirvió para nada. Así que me fui a buscar ayuda en una cabina donde había un hombre chino. Claro, estábamos en Chinatown. No veas. Si difícil es entender el inglés americano, el inglés chino ni te cuento. Le dije, o eso creo, que dos personas con sus tickets no podían acceder a las vías. Ese chino con cara de malas pulgas y los ojos apretados me gritó algo así "oootuuuoooo", "oootuuuoooo" Yo lo miraba con atención, como queriendo leer en los labios, pero ese chino no vocalizaba nada de nada, así que le dije "cómooooo?" Y el hombre, a todo pulmón, me repitió su mantra  tres veces más oootuuuoooo oootuuuoooo oootuuuoooo. Me volví desesperadamente por si algún alma caritativa quería traducirme aquello, pero nada, la gente mirando el espectáculo con la boca abierta y sin decir ni mu. Así que le dije al público, Osu osu, y me fui a buscar a mis acompañantes pensando cómo le iba a explicar aquello. El dueño del dúplex sabe inglés, lo mismo le digo oootuuuoooo y lo entiende. Y si no, tendré que buscar una salida. Y si no, me pongo a dar voces y que me detengan o algo. Uy, no, eso no, que los americanos usan armas y un mínimo movimiento es excusa para disparar. Morir en la estación de metro de Chinatown no es precisamente el final que había pensado para mi vida. Eah, ya estoy aquí. ¿Y qué te han dicho?. Pues, la verdad, no lo sé, oootuuuoooo, ¿os suena a algo? Sincronizadamente  mis acompañantes inclinaron ligeramente la cabeza hacia arriba poniendo los ojos en blanco y soplando. Qué mal me sentí. ¿Qué espíritu maligno me había empujado a cruzar aquella puerta?. En esto que miro hacia la cabina y veo al chino totalmente desencajado agitando su brazo enérgicamente hacia nosotr@s. Supe entonces lo que era el terror. Y de pronto, los tres a la vez (debía ser el día internacional de la sincronización) vimos otra puerta, que estaba allí desde el principio, pero no nos habíamos dado cuenta y, chachán, la puerta estaba abierta. Bueno, no estaba, la abrió el chino malafollá. Asunto resuelto. Ni nos reímos ni nada, oye. Tres días me pasé dándole vueltas al oootuuuoooo, para llegar a la conclusión de que aquello debía ser "go to the door".  Tan simple y tan complicado.

miércoles, 14 de junio de 2017

Volando vengo. La quinta avenida (capítulo 6)

Último día en Nueva York. El desayuno del hotel se servía de 7 a 10. Para ese día no teníamos nada concreto que visitar. Nos dedicaríamos a las compras y a ver lo que nos surgiera al paso. Me desperté pronto, pero me quedé en la cama porque mis acompañantes dormían plácidamente, con el arrullo de grúas y martillos de la obra en el edificio anexo. Pero viendo que no salían del coma y que no había manera de que yo entrara de nuevo en ese trance, me dio curiosidad y mire el reloj, y grité ! Que son las diez y media!  Mi compañera de habitación pegó un brinco y mientras que yo me incorporaba, ella, como un rehilete, fue al salón a buscar su móvil, dando tumbos la pobre, del susto que le había metido y volvió a la habitación descompuesta, diciendo en un idioma incomprensible, porque duerme con algo en la boca que no le deja hablar, algo así como que no nos habíamos despertado porque había un atentado en Massachusetts y tenía el teléfono lleno de wasaps. Uy, pensé, qué malo es eso de despertarse así, tan de repente. Me fui al salón a ver si me enteraba de algo y allí me crucé con el dueño del dúplex que me dice con ironía, !nada, que no hay forma de dormir en esta casa! Algo se apoderó de mi ser y por mi boca salió con elevado volumen, !pero qué dices, si son las  diez y media, que ya nos hemos quedado sin desayuno! Él, muy tranquilo me dice, que va, si son las siete y media. Y yo, que no, mira el reloj. Y él, ya lo he mirado. No puede ser, miré el móvil y era verdad, !eran las siete y media!. Me fui corriendo a la cocina antes de que a alguien le diera por vengarse del mal causado. Suerte que mis acompañantes son gente civilizada y con mucho humor, que si no.... Cuando la cosa se calmó un poco y conseguimos averiguar que la noche anterior, el dueño del dúplex había estado toqueteando el reloj de la mesilla y lo dejó a la virulé, traté de descifrar lo que decía la tercera pasajera sobre un atentado. Pusimos la tele y nos enteramos del atentado de Manchester. Con el mal cuerpo que estas atrocidades te dejan, nos fuimos a la calle, a la quinta avenida ni más ni menos, a gastar dinero. Tengo que decir que el glamour de esta larguísima calle se ha rendido al comercio chino. Eso es lo que hay allí, tiendas de chinos a punta pala. Ya casi era mediodía y el dueño del dúplex, aficionado a cosas raras, como el budismo, quería visitar un centro budista. Y allá que fuimos. Mientras él investigaba por allí, la tercera pasajera y yo planeábamos donde ir a tomar una cerveza. El pequeño buda decidió que quería acercarse a la sala de oración. Y le acompañamos. Al entrar había unos bancos mirando hacia la pared y varias personas repetían continuamente, casi sin respirar, eso de nam miojo rengue kio. La tercera pasajera y yo nos quedamos en la puerta, prudentes, para no molestar. Le pregunté a la tercera pasajera si ella veía a la virgen o a algún santo, pero nada.  El pequeño buda se metió de lleno en la historia. Y nosotras nos fuimos a comer y beber. A la porra la quinta avenida, sus tiendas de marca y sus tiendas de chinos y que vivan las hamburguesas americanas.

viernes, 2 de junio de 2017

Volando vengo. La misa gospel. (capitulo 4)

Llegó el domingo. Día de misa. Y estando a un paso de Harlem como es posible resistirse a una misa gospel? Ya te lo digo yo, no es posible. Y allá fuimos, en el típico taxi amarillo, aunque yo tenía claro que no llegábamos a tiempo porque me había documentado todo lo posible sobre este evento y sabía que había que llegar al menos una hora antes para poder entrar. Acerté. La puerta llena de gente con la misma cara de decepción que se nos puso a nosotr@s. No desistimos de nuestro empeño y tras caminar un rato por el barrio divisamos una gran iglesia gris. Nos acercamos a la puerta tímidamente porque ya estábamos oyendo cantar y una señora nos preguntó si queríamos pasar y al contestarle que sí hizo señas a un señor que nos llevó hasta los primeros bancos de la iglesia haciendo realidad eso de "los últimos serán los primeros". Ya sabéis, donde fueres haz lo que vieres, así que tiramos las mochilas al suelo y nos pusimos a dar palmas y a balancear los cuerpos a ritmo gospel. Y porque no me sabía la letra que si no, canto y todo. Pasada la fascinación primera llegó la segunda al observar a ese personal, negro como el azabache, ataviados con sus mejores galas de colores fuertes y brillantes, entregados en  cuerpo y alma a ese espectáculo dominguero de canciones de un sólo estribillo, que se repetía unas quinientas veces, haciéndote entrar en una especie de somnolencia hipnótica, de la que te sacaban inesperadamente las señoras de delante al ponerse en pie, como poseídas de un espíritu extraterrenal  que las inundaba de una felicidad extrema y las transportaba a un mundo alucinante sin porro ni ná. Lo dicho, un espectáculo. Ya casi nos habíamos mimetizado con el entorno, cuando aparece una comitiva por el pasillo central y se colocan solemnemente debajo del altar. Yo pensé esto será el acto final. Ay, que equivocada estaba. Olvidé con tanta música que estaba en el país de las propinas y los precios sugeridos. La comitiva cogió unas bandejas doradas y las fueron pasando. Algo normal, creo que ocurre en todas las iglesias, aunque no haya cante y baile. Pues bien, hicimos nuestra contribución al macro concierto y seguimos con las palmas y el balanceo. A eso de los quince minutos, volvemos a ver a la comitiva haciendo la misma operación. Nos quedamos de piedra. Hicimos una nueva contribución, menos espléndida que la primera, recogimos las mochilas y salimos pitando. Nos encaminamos a central park donde la gente disfrutaba de un soleado domingo de mayo. Sólo fue una breve incursión porque se nos ocurrió ir al museo metropolitano que cerraba pronto y teníamos que elegir. El MET es la más grandiosa colección de arte que he visto nunca, así que por bonito que sea el central park, como dicen en mi tierra, perdono la sopa por los cuscurros. Tras este increíble paseo nos acercamos hasta la Public  Library, impresionante edificio donde en lugar de estudiar e investigar lo que dan ganas es de echarse una cerveza disfrutando de la belleza del edificio y del trajín de gente ocupando todas las grandes estancias, como si de una estación de tren se tratara, pero en silencio. Después de un breve descanso, ya al anochecer, nos acercamos al Empire State y ascendimos vertiginosamente hasta los cielos, en ese ascensor supersónico que te sube ochenta plantas en un pestañeo y cuando te preguntas, qué es lo que me ha pasado, ya estás allí, en la cima del mundo, viendo esa extensión de luces sin fin al norte, sur, este y oeste. Flipante, la verdad.
Con el sonido del estribillo gospel en nuestras cabezas, nos fuimos a dormir.

miércoles, 31 de mayo de 2017

Volando vengo (capítulo 2)

Me encuentro en el aeropuerto de Madrid, con el dueño del dúplex y la tercera pasajera, con destino a Nueva York.
Seguíamos las indicaciones de colores que colgaban del techo para averiguar dónde estaba la puerta de embarque. Andamos tanto que casi me olvido que aquello no era una romería y me pongo a cantar por los romeros de la puebla. Por fin divisamos el número que buscábamos y apretamos el paso con la ilógica finalidad de ocupar los primeros puestos de la cola y que así la espera se hiciera más larga, pero eso sí, en un buen puesto, para darle rabia al resto del pasaje por embarcar cinco minutos antes. Dicen que esto son cosa de los años, pero en verdad, parece más propio de la edad infantil. En fin. De todas formas nos cortaron el rollo de cuajo un par de agentes de algo, con uniforme, que nos desviaron a un pasillo donde había tres atriles para una azafata y dos azafatos, que iban llamando a las personas, una por una. Me tocó la azafata que imponía por dos cosas, su altura y porque no sé qué tenía yo que hablar con ella. Y empieza la conversación:
AZ- buenos días, qué tal?
Yo- buenos días, muy bien
AZ- de dónde vienes?
Yo- de Córdoba
AZ- pero en Córdoba hay aeropuerto?
Yo- ah, no, vengo del aeropuerto de Sevilla, pensé que se refería a "de donde soy".
AZ- y dónde trabajas?
Yo- Pues en Puente Genil, que es un pueblo de Córdoba.
AZ- ummm, me suena mucho.... Qué hay cerca?
Yo- pues..... Por ejemplo Estepa el pueblo de los polvorones.
AZ- ah, sí, Estepa, yo soy amiga de la hija de un empresario de allí.
Yo- anda, fíjate
AZ- (intentando retomar la seriedad de su misión, que se le había ido al carajo) Bueno, y con quién viajas?
Yo- pues con éstos (digo esto mientras me vuelvo buscando a mis acompañantes sin verlos) bueno, unos que estaban ahí.
AZ- Primera vez en Nueva York?
Yo- pues sí
AZ- planazo, no?
Yo- a ver, a ver

Y me coloca una pegatina en el pasaporte y me desea un feliz viaje. Me dirijo a un mostrador donde mis compañer@s esperaban. La tercera pasajera me dice, toda indignada, pero esto qué es? Quiénes son estas personas, que ni son policías ni guardas jurados ni nada que se le parezca para interrogarme de esa forma, que si dónde vivo, que si dónde trabajo? Vamos hombre. A ti que te han preguntado?. A mí nada, le digo, hemos hablado de polvorones. Venga vamos que llegamos tarde. Y, por fin, embarcamos. Era mi primer vuelo transatlántico, así que estaba un poco inquieta pensando si soportaría ocho horas sentada en ese avión, o me entraría la histeria "meléndica"  y gritaría como una posesa hasta que me dieran un par de tortas para calmarme. Creo que eso lo ví en una peli. Porque lo del aterrizaje de emergencia en pleno océano, como que no. Pero yo vivía mi inquietud con discreción, no como el dueño del dúplex que no sabía ya que hacer para llamar la atención. Tenia al japonés de su izquierda totalmente alucinado. Se le notaba el miedo en la mirada, el pobre hombre ni se atrevía a dormir después de ver al dueño del dúplex ir y venir con botellitas de vodka y whisky, y agitar frenéticamente la bandeja de su asiento, que estaba suelta, mientras decía en alto, mira, mira, me han puesto esta bandeja deslizante especialmente para mí. Catapum, el vaso encima. Suerte que bajaron las persianas y apagaron la luz que si no, nos hubiera recogido en el aeropuerto la NPYD en lugar del shuttle contratado y habríamos dormido en el hotel Prison, en lugar de en pleno centro de Manhattan.
Fue soltar las maletas y salir pitando para el MOMA. Una maravilla, oye. Me gustó mucho y eso que no pudimos estar tiempo suficiente para disfrutar la cantidad de arte que contiene. Después pasamos por el Rockefeller center donde había tanta gente que parecía que iban a dar un concierto. Por cierto que era día de graduaciones y nos las encontramos todas las de América entera en el Radio City Hall. Vale, es verdad, he exagerado un poco, sólo había una celebración, pero mucha gente. Intentamos subir al top of the rock para ver el famoso atardecer de NY. Pero que va, demasiada cola y mucho cansancio. Mala combinación. Así que nos fuimos a Time Square. También es casualidad que todo el mundo tuviera la misma idea a la misma hora, no? Y eso que justo 24 horas antes un conductor borracho se había llevado por delante a un puñado de gente. Es para estudiarlo esto.

martes, 21 de marzo de 2017

Primavera


Me estoy hartando un poco de esta primavera de cuello alto y de su maldito cambio de hora que me ha arruinado los preciosos amaneceres y me ha devuelto a las noches cerradas. Tengo toda la ropa amontonada por los rincones. Las camisetas de manga corta pidiendo a gritos que las libere de su secuestro invernal, y los jerséis (plural de jersey según la fundeu), felices por alargar su vida útil, pero cansados de la rotación a la que los tengo sometidos mientras llega su largo letargo estival. Si a esto añadimos que puedes comer caracoles desde febrero, que el parabrisas de mi coche se ha convertido en una máquina asesina de insectos, tuneada con chorreones verdes, rojos y amarillos procedentes de las venas o lo que quiera que sea que tengan esos bichos y, sobre todas las cosas, que mi despertador suena invariablemente a las seis de la mañana, que en verdad es de noche, lo mismo en primavera que en otoño que en invierno o verano, de lunes a viernes, y que eso supone que me tengo que acostar a las 10,30 de la noche, que en verdad es casi de día, pues, como digo, este tótum revolútum me afecta la percepción temporo espacial, no me siento las piernas, me levanto de la cama al revés, imagínate. Y lo peor de todo, mi cabeza no procesa correctamente la información, de manera que cuando oigo la palabra primavera, lo primero que me viene a la cabeza es una porción de pizza cuatro estaciones, o el soniquete de la primavera de Vivaldi, maravilloso por cierto. Ay, que hartura de primavera.

domingo, 8 de enero de 2017

Noche de reyes

Sin duda la noche de reyes, cuando hay niñ@s, es de lo más  terrorífico  que se haya inventado. Que estrés más  grande por favor. Requiere tiempo, paciencia, dinero, habilidad y sobre todo mucho sentido del humor si no quieres terminar blasfemando. Primero hay que comprar los regalos, sin olvidarte de nadie, y eso no es fácil. Lo de menos es acertar con los gustos, deseos y necesidades, la cuestión  es cumplir y punto. Luego tienes que etiquetarlos correctamente porque si te equivocas ya has montado el pollo.  Después  hay que encontrar  un buen escondite fuera del alcance de l@s inocentes que aún  creen que los regalos llegan por arte de magia y no a golpe de bolsillo y tiempo. Y finalmente tienes que encontrar el  momento justo para colocarlos sin levantar sospechas de que la mano humana está  detrás de la ilusión y delante de la desilusión. Pues bien, a pesar de los muchos años que llevo practicando, no hay forma de que todo salga bien. Qué fastidio, es imposible controlarlo todo. La pasada noche de reyes tuve la mala suerte de quedar encargada de ultimar algunos detalles. Era poca cosa pero me llevó la tarde entera. Cuando consideré que todo estaba en orden me fui a la calle a ver si me daban algún  caramelazo en la cabeza y tener así las estrellas al alcance de mi mano. No hubo suerte, las armas arrojadizas de las carrozas sólo consiguieron tumbar una cerveza  y ni siquiera nos mancharon. Qué mala puntería. Si a eso unimos que me encontraba en el tramo final del desfile carrocero y que ya habían  gastado la práctica  totalidad de la munición, es fácil entender el poco peligro que corría. Hay que saber donde colocarse, claro. Con la penúltima carroza volví rápido al lugar de los regalos para comprobar que todo estaba bien y el plan se iba cumpliendo según lo esperado. ¡¡¡¡Ohhhhhh, noooooo!!!!!, otros reyes se me habían adelantado y habían colocado los paquetes a la vista de cualquiera. Eso debía hacerse después de la cena para evitar descubrimientos inesperados. ¿Y ahora qué hago? Entre esconder lo nuevo y sacar el resto de paquetes, opté por lo segundo.  ¡Eah, que sea lo que los reyes quieran!. Durante la cena no podía dejar de vigilar la puerta que escondía los tesoros, pelando gambas con los dedos cruzados para que las niñas no se acercaran y descubrieran el pastel. Dos de ellas son muy pequeñas y lo de los reyes magos les importan tres pepinos, su aplastante lógica les hace disfrutar de las sorpresas sin nombres ni apellidos. Pero la tercera estaba desconcertada, no le cuadraba nada y nos miraba al resto como si fuésemos culpables de un triple asesinato monárquico. No podía sentarse de lo nerviosa que estaba y no hacía más  que dar vueltas alrededor de la mesa, así  que estábamos tod@s al borde de un ataque de nervios. Con el eco de la estridente y hortera música de la última  carroza alguien dijo la típica frase de todos los años "¿habéis oído eso?, ¿serán los reyes?" Y entonces se lió la marabunta, el personal corriendo para arriba y para abajo en un piso de 90 metros cuadrados, o sea a empujones y codazos, y las pobres niñas desconcertadas pensando que algo grave está  pasando y nadie les explicaba nada. Tal es así que cuando por fin se abre la puerta que escondía los regalos y tod@s lanzamos gritos de admiración, las dos pequeñas estaban ya a punto de llorar de desconcierto y buscaban refugio en los brazos de cualquiera que las librara de la cosa terrible que provocaba tanto griterío. Qué lástima por favor. Y pensar que todo este paripé se hacía para divertimento de ellas. Qué  poca vista. Suerte que cuando vieron esa montaña de paquetes y alguien les dijo, "toma, éste es para ti, y éste también" se olvidaron de la hecatombe y se pusieron manos a la obra con sus juguetes. El problema vino con la tercera, la mosqueada. Ésta es inteligente y curiosa, creo que ambas cosas van en el mismo pack y es productivo mientras que la curiosidad se centra en cosas interesantes. Bueno, eso no viene a cuento ahora. Carmen, que así se llama, abandonó sus dudas sobre la verdad del caso "reyes magos" y dejó de preguntar por qué la gente hace tantas compras, justo ahora que vienen los reyes, "que les pidan las cosas a los reyes, serán tontos" y se dedicó  a disfrutar del mogollón de regalos que tenían su nombre. En medio de esta faena, se oye, "uy ¿quién me ha comprado ésto?"  Y rápidamente alguien contesta "los reyes magos, tía" . Aaaah claro, es verdad. Y para rematar el cuadro de errores va Carmen y dice, mira que pijama más chulo. Las siete cosas me dieron, ese pijama era mío, pero equivoqué  la etiqueta, a ver cómo apaño esto. Oye, pero ese pijama es muy grande para ti, además  es que yo lo había  pedido, yo creo que los reyes se han equivocado. Pues tu dirás lo que quieras pero pone mi nombre. Pero niña, no ves lo grande que es, que eso es para mí, que los reyes están  ya viejos y se lían. Pues vale, toma, pero que lleva mi  nombre. Esa misma noche estrené el pijama para evitar el más que probable riesgo de que a la mañana siguiente la niña viniera por él, que la conozco. Y le mandé una foto con el pijama puesto justo antes de meterme en la cama para que hubiera documento gráfico y zanjar así el asunto. Parece que lo he conseguido, digo yo, porque con esta gente nunca se sabe. Y así,  pasada la mágica noche, con sus aciertos y sus errores,  sólo deseo que el próximo año la pequeña Carmen descubra ya la verdad, y me ayude a empaquetar y etiquetar, que yo también estoy mayor ya.