Último día en Nueva York. El desayuno del hotel se servía de 7 a 10. Para ese día no teníamos nada concreto que visitar. Nos dedicaríamos a las compras y a ver lo que nos surgiera al paso. Me desperté pronto, pero me quedé en la cama porque mis acompañantes dormían plácidamente, con el arrullo de grúas y martillos de la obra en el edificio anexo. Pero viendo que no salían del coma y que no había manera de que yo entrara de nuevo en ese trance, me dio curiosidad y mire el reloj, y grité ! Que son las diez y media! Mi compañera de habitación pegó un brinco y mientras que yo me incorporaba, ella, como un rehilete, fue al salón a buscar su móvil, dando tumbos la pobre, del susto que le había metido y volvió a la habitación descompuesta, diciendo en un idioma incomprensible, porque duerme con algo en la boca que no le deja hablar, algo así como que no nos habíamos despertado porque había un atentado en Massachusetts y tenía el teléfono lleno de wasaps. Uy, pensé, qué malo es eso de despertarse así, tan de repente. Me fui al salón a ver si me enteraba de algo y allí me crucé con el dueño del dúplex que me dice con ironía, !nada, que no hay forma de dormir en esta casa! Algo se apoderó de mi ser y por mi boca salió con elevado volumen, !pero qué dices, si son las diez y media, que ya nos hemos quedado sin desayuno! Él, muy tranquilo me dice, que va, si son las siete y media. Y yo, que no, mira el reloj. Y él, ya lo he mirado. No puede ser, miré el móvil y era verdad, !eran las siete y media!. Me fui corriendo a la cocina antes de que a alguien le diera por vengarse del mal causado. Suerte que mis acompañantes son gente civilizada y con mucho humor, que si no.... Cuando la cosa se calmó un poco y conseguimos averiguar que la noche anterior, el dueño del dúplex había estado toqueteando el reloj de la mesilla y lo dejó a la virulé, traté de descifrar lo que decía la tercera pasajera sobre un atentado. Pusimos la tele y nos enteramos del atentado de Manchester. Con el mal cuerpo que estas atrocidades te dejan, nos fuimos a la calle, a la quinta avenida ni más ni menos, a gastar dinero. Tengo que decir que el glamour de esta larguísima calle se ha rendido al comercio chino. Eso es lo que hay allí, tiendas de chinos a punta pala. Ya casi era mediodía y el dueño del dúplex, aficionado a cosas raras, como el budismo, quería visitar un centro budista. Y allá que fuimos. Mientras él investigaba por allí, la tercera pasajera y yo planeábamos donde ir a tomar una cerveza. El pequeño buda decidió que quería acercarse a la sala de oración. Y le acompañamos. Al entrar había unos bancos mirando hacia la pared y varias personas repetían continuamente, casi sin respirar, eso de nam miojo rengue kio. La tercera pasajera y yo nos quedamos en la puerta, prudentes, para no molestar. Le pregunté a la tercera pasajera si ella veía a la virgen o a algún santo, pero nada. El pequeño buda se metió de lleno en la historia. Y nosotras nos fuimos a comer y beber. A la porra la quinta avenida, sus tiendas de marca y sus tiendas de chinos y que vivan las hamburguesas americanas.
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