Llegó el domingo. Día de misa. Y estando a un paso de Harlem como es posible resistirse a una misa gospel? Ya te lo digo yo, no es posible. Y allá fuimos, en el típico taxi amarillo, aunque yo tenía claro que no llegábamos a tiempo porque me había documentado todo lo posible sobre este evento y sabía que había que llegar al menos una hora antes para poder entrar. Acerté. La puerta llena de gente con la misma cara de decepción que se nos puso a nosotr@s. No desistimos de nuestro empeño y tras caminar un rato por el barrio divisamos una gran iglesia gris. Nos acercamos a la puerta tímidamente porque ya estábamos oyendo cantar y una señora nos preguntó si queríamos pasar y al contestarle que sí hizo señas a un señor que nos llevó hasta los primeros bancos de la iglesia haciendo realidad eso de "los últimos serán los primeros". Ya sabéis, donde fueres haz lo que vieres, así que tiramos las mochilas al suelo y nos pusimos a dar palmas y a balancear los cuerpos a ritmo gospel. Y porque no me sabía la letra que si no, canto y todo. Pasada la fascinación primera llegó la segunda al observar a ese personal, negro como el azabache, ataviados con sus mejores galas de colores fuertes y brillantes, entregados en cuerpo y alma a ese espectáculo dominguero de canciones de un sólo estribillo, que se repetía unas quinientas veces, haciéndote entrar en una especie de somnolencia hipnótica, de la que te sacaban inesperadamente las señoras de delante al ponerse en pie, como poseídas de un espíritu extraterrenal que las inundaba de una felicidad extrema y las transportaba a un mundo alucinante sin porro ni ná. Lo dicho, un espectáculo. Ya casi nos habíamos mimetizado con el entorno, cuando aparece una comitiva por el pasillo central y se colocan solemnemente debajo del altar. Yo pensé esto será el acto final. Ay, que equivocada estaba. Olvidé con tanta música que estaba en el país de las propinas y los precios sugeridos. La comitiva cogió unas bandejas doradas y las fueron pasando. Algo normal, creo que ocurre en todas las iglesias, aunque no haya cante y baile. Pues bien, hicimos nuestra contribución al macro concierto y seguimos con las palmas y el balanceo. A eso de los quince minutos, volvemos a ver a la comitiva haciendo la misma operación. Nos quedamos de piedra. Hicimos una nueva contribución, menos espléndida que la primera, recogimos las mochilas y salimos pitando. Nos encaminamos a central park donde la gente disfrutaba de un soleado domingo de mayo. Sólo fue una breve incursión porque se nos ocurrió ir al museo metropolitano que cerraba pronto y teníamos que elegir. El MET es la más grandiosa colección de arte que he visto nunca, así que por bonito que sea el central park, como dicen en mi tierra, perdono la sopa por los cuscurros. Tras este increíble paseo nos acercamos hasta la Public Library, impresionante edificio donde en lugar de estudiar e investigar lo que dan ganas es de echarse una cerveza disfrutando de la belleza del edificio y del trajín de gente ocupando todas las grandes estancias, como si de una estación de tren se tratara, pero en silencio. Después de un breve descanso, ya al anochecer, nos acercamos al Empire State y ascendimos vertiginosamente hasta los cielos, en ese ascensor supersónico que te sube ochenta plantas en un pestañeo y cuando te preguntas, qué es lo que me ha pasado, ya estás allí, en la cima del mundo, viendo esa extensión de luces sin fin al norte, sur, este y oeste. Flipante, la verdad.
Con el sonido del estribillo gospel en nuestras cabezas, nos fuimos a dormir.
Con el sonido del estribillo gospel en nuestras cabezas, nos fuimos a dormir.
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