Las tres cuartas partes de mi actividad son mentales. Pienso que paso demasiado tiempo pensando. Pienso que tengo que pensar menos y hacer más. Pienso que pensar tiene su tiempo, y lo tengo que encontrar.

viernes, 16 de junio de 2017

Volando vengo. La estatua de la discordia (capítulo 3)

Después del largo día, cruzando océanos y esas cosas, por fin llegó la hora de descansar. No me jodas que sólo hay una cama, grande, pero una. ¿Pero estos americanos que se han creído, que somos scouts?. El del dúplex decide ir a protestar porque el apartamento se contrató para cuatro personas. La cuarta pasajera se machacó el dedo gordo del pie derecho con la moto tres semanas antes del viaje . ¡Qué mala pataaaaa!  Pues, como digo el del dúplex decidió arreglar el asunto. Eso sí, antes de bajar a recepción dejó claro que él dormiría en el sofá. Creo que no le dimos las gracias por hacernos ese favor de dormir él solo y que el resto se apañe en la cama. En fin. Y allá que fue. Y allá que vino y nos contó que el recepcionista no estuvo receptivo a sus explicaciones y le dijo que por supuesto que era un apartamento para cuatro, dos en la cama y dos en el sofá. 
Venga, que estoy cansada y me da igual dormir aquí que allí, contigo o sin ti. La verdad es que la cama era tan grande que no te dabas ni cuenta si había alguien más, y el colchón era el mejor que nunca he probado en mi vida, en serio. De hecho estuve buscando la marca pero tenía una funda sin cremallera y  me quedé con la intriga.
Y llegó la mañana siguiente y me acordé de la azafata con la que hablé de los polvorones porque, sin duda, el plan de ese día era todo un planazo. Después de un desayuno con incidencia, el del dúplex se cargó la tostadora intentando meter un bollo redondo algo más gordo de lo normal, nos fuimos a la calle.  23 kilómetros andamos: Grand Central Terminal, broadway av, union square con su interesante mercadillo, la Zona Cero, Wall Street con ese toro dorado, completamente rodeado de turistas tocándole los cojones, el Puente de Brooklyn, el Brooklyn Bridge Park con esas impresionantes vistas de Manhattan, y aquí me voy a parar porque esto merece comentario.
Según el plan establecido, al llegar a ese último parque debíamos coger el Water Taxi para ir hasta el muelle 45, pasando por la estatua de la libertad para verla desde el barco. Pues bien, al dueño del dúplex le parecía caro el precio, 31 dólares por barba, y mientras yo intentaba averiguar si había un precio más barato para este servicio, con ese inglés colegial que sólo entienden quienes fueron al colegio contigo, mis acompañantes se acercaron a otro stand de otro ferry y antes de que me diera cuenta habían sacado tres pasajes a 7 dólares por barba y me esperaban muy satisfech@s de su hazaña. Cuando vi el recorrido me entró un sofocón como de menopausia. El maravilloso ferry barato no sólo NO pasaba por la estatua de la libertad sino que iba directamente a la otra punta del siguiente destino. Vamos que fuimos por el East River en lugar del Hudson River. Pá cargarse con la operación.
Las vistas desde el ferry eran bonitas, y mi cabreo hermoso como un oso. Y así llegamos a tierra, y como os podéis imaginar  tuvimos que coger un taxi para llegar al High Line y recorrer sus vías de tren reconvertidas en parque, y de ahí a las galerías Chelsea, que estaban abarrotadas de gente alegre, comiendo, bebiendo, comprando. Y yo con mi cabreo, de paseo por allí.
Y hecho todo esto, nos fuimos  de vuelta para el apartamento, previo paso por un super 24 horas donde nos compramos unas cervezas para pasar el mal trago, budweiser, por supuesto.

Volando vengo. Subway. (capitulo 5)

Después de pasar la mañana entera, desde bien temprano, subiendo y bajando de un autocar que nos llevó por Harlem, Bronx, Queen y Brooklyn, terminamos en pleno Chinatown. Allí, abandonados a nuestra suerte, decidimos comer algo. Buscamos y buscamos un sitio decente que sirviera pato, a la naranja, frito, asado, como fuese. Sitios había a patadas, decentes, no. Así que una de las siete veces que pasamos por el barrio de Little Italy, compuesto por dos calles en el corazón de Chinatown, mostrando lo fácil que es aunar diferencias, nos trincamos una pizza tres quesos que lo flipas. Después, viendo que llovía y que nos quedaba un largo trecho andando hasta el próximo destino, decidimos coger el metro. Ay madre, no quiero ni acordarme. Llegamos a la máquina expendedora, sacamos tres billetes que había que pasar por una ranura y, se supone, que se abría la puerta de acceso a las vías. Treinta veces pasamos los billetes y no había manera, aquello no se abría. Mientras mis acompañantes pensaban soluciones yo me dediqué a observar lo fácil que le resultaba a la gente abrir la puerta. Comprobé que pasaban la tarjeta por la ranura con una rapidez exagerada, así que ni corta ni perezosa pasé velozmente la tarjeta y click, se abrió la puerta y más velozmente me colé. Me entraron ganas de brincar hasta que me di la vuelta y vi a mis acompañantes al borde de un ataque de nervios diciéndome, ¿qué haces ahí, insensata? ¿Ahora que vas a hacer? ¿No ves que no podemos entrar? La cara más blanca que la pared se me quedó. A la porra la alegría, a la porra la ranura, a la porra la puerta, las vías, el metro, Nueva York, el mundo entero a la porra. Mi repetido argumento de "si yo he podido, vosotr@s también", no sirvió para nada. Así que me fui a buscar ayuda en una cabina donde había un hombre chino. Claro, estábamos en Chinatown. No veas. Si difícil es entender el inglés americano, el inglés chino ni te cuento. Le dije, o eso creo, que dos personas con sus tickets no podían acceder a las vías. Ese chino con cara de malas pulgas y los ojos apretados me gritó algo así "oootuuuoooo", "oootuuuoooo" Yo lo miraba con atención, como queriendo leer en los labios, pero ese chino no vocalizaba nada de nada, así que le dije "cómooooo?" Y el hombre, a todo pulmón, me repitió su mantra  tres veces más oootuuuoooo oootuuuoooo oootuuuoooo. Me volví desesperadamente por si algún alma caritativa quería traducirme aquello, pero nada, la gente mirando el espectáculo con la boca abierta y sin decir ni mu. Así que le dije al público, Osu osu, y me fui a buscar a mis acompañantes pensando cómo le iba a explicar aquello. El dueño del dúplex sabe inglés, lo mismo le digo oootuuuoooo y lo entiende. Y si no, tendré que buscar una salida. Y si no, me pongo a dar voces y que me detengan o algo. Uy, no, eso no, que los americanos usan armas y un mínimo movimiento es excusa para disparar. Morir en la estación de metro de Chinatown no es precisamente el final que había pensado para mi vida. Eah, ya estoy aquí. ¿Y qué te han dicho?. Pues, la verdad, no lo sé, oootuuuoooo, ¿os suena a algo? Sincronizadamente  mis acompañantes inclinaron ligeramente la cabeza hacia arriba poniendo los ojos en blanco y soplando. Qué mal me sentí. ¿Qué espíritu maligno me había empujado a cruzar aquella puerta?. En esto que miro hacia la cabina y veo al chino totalmente desencajado agitando su brazo enérgicamente hacia nosotr@s. Supe entonces lo que era el terror. Y de pronto, los tres a la vez (debía ser el día internacional de la sincronización) vimos otra puerta, que estaba allí desde el principio, pero no nos habíamos dado cuenta y, chachán, la puerta estaba abierta. Bueno, no estaba, la abrió el chino malafollá. Asunto resuelto. Ni nos reímos ni nada, oye. Tres días me pasé dándole vueltas al oootuuuoooo, para llegar a la conclusión de que aquello debía ser "go to the door".  Tan simple y tan complicado.

miércoles, 14 de junio de 2017

Volando vengo. La quinta avenida (capítulo 6)

Último día en Nueva York. El desayuno del hotel se servía de 7 a 10. Para ese día no teníamos nada concreto que visitar. Nos dedicaríamos a las compras y a ver lo que nos surgiera al paso. Me desperté pronto, pero me quedé en la cama porque mis acompañantes dormían plácidamente, con el arrullo de grúas y martillos de la obra en el edificio anexo. Pero viendo que no salían del coma y que no había manera de que yo entrara de nuevo en ese trance, me dio curiosidad y mire el reloj, y grité ! Que son las diez y media!  Mi compañera de habitación pegó un brinco y mientras que yo me incorporaba, ella, como un rehilete, fue al salón a buscar su móvil, dando tumbos la pobre, del susto que le había metido y volvió a la habitación descompuesta, diciendo en un idioma incomprensible, porque duerme con algo en la boca que no le deja hablar, algo así como que no nos habíamos despertado porque había un atentado en Massachusetts y tenía el teléfono lleno de wasaps. Uy, pensé, qué malo es eso de despertarse así, tan de repente. Me fui al salón a ver si me enteraba de algo y allí me crucé con el dueño del dúplex que me dice con ironía, !nada, que no hay forma de dormir en esta casa! Algo se apoderó de mi ser y por mi boca salió con elevado volumen, !pero qué dices, si son las  diez y media, que ya nos hemos quedado sin desayuno! Él, muy tranquilo me dice, que va, si son las siete y media. Y yo, que no, mira el reloj. Y él, ya lo he mirado. No puede ser, miré el móvil y era verdad, !eran las siete y media!. Me fui corriendo a la cocina antes de que a alguien le diera por vengarse del mal causado. Suerte que mis acompañantes son gente civilizada y con mucho humor, que si no.... Cuando la cosa se calmó un poco y conseguimos averiguar que la noche anterior, el dueño del dúplex había estado toqueteando el reloj de la mesilla y lo dejó a la virulé, traté de descifrar lo que decía la tercera pasajera sobre un atentado. Pusimos la tele y nos enteramos del atentado de Manchester. Con el mal cuerpo que estas atrocidades te dejan, nos fuimos a la calle, a la quinta avenida ni más ni menos, a gastar dinero. Tengo que decir que el glamour de esta larguísima calle se ha rendido al comercio chino. Eso es lo que hay allí, tiendas de chinos a punta pala. Ya casi era mediodía y el dueño del dúplex, aficionado a cosas raras, como el budismo, quería visitar un centro budista. Y allá que fuimos. Mientras él investigaba por allí, la tercera pasajera y yo planeábamos donde ir a tomar una cerveza. El pequeño buda decidió que quería acercarse a la sala de oración. Y le acompañamos. Al entrar había unos bancos mirando hacia la pared y varias personas repetían continuamente, casi sin respirar, eso de nam miojo rengue kio. La tercera pasajera y yo nos quedamos en la puerta, prudentes, para no molestar. Le pregunté a la tercera pasajera si ella veía a la virgen o a algún santo, pero nada.  El pequeño buda se metió de lleno en la historia. Y nosotras nos fuimos a comer y beber. A la porra la quinta avenida, sus tiendas de marca y sus tiendas de chinos y que vivan las hamburguesas americanas.

viernes, 2 de junio de 2017

Volando vengo. La misa gospel. (capitulo 4)

Llegó el domingo. Día de misa. Y estando a un paso de Harlem como es posible resistirse a una misa gospel? Ya te lo digo yo, no es posible. Y allá fuimos, en el típico taxi amarillo, aunque yo tenía claro que no llegábamos a tiempo porque me había documentado todo lo posible sobre este evento y sabía que había que llegar al menos una hora antes para poder entrar. Acerté. La puerta llena de gente con la misma cara de decepción que se nos puso a nosotr@s. No desistimos de nuestro empeño y tras caminar un rato por el barrio divisamos una gran iglesia gris. Nos acercamos a la puerta tímidamente porque ya estábamos oyendo cantar y una señora nos preguntó si queríamos pasar y al contestarle que sí hizo señas a un señor que nos llevó hasta los primeros bancos de la iglesia haciendo realidad eso de "los últimos serán los primeros". Ya sabéis, donde fueres haz lo que vieres, así que tiramos las mochilas al suelo y nos pusimos a dar palmas y a balancear los cuerpos a ritmo gospel. Y porque no me sabía la letra que si no, canto y todo. Pasada la fascinación primera llegó la segunda al observar a ese personal, negro como el azabache, ataviados con sus mejores galas de colores fuertes y brillantes, entregados en  cuerpo y alma a ese espectáculo dominguero de canciones de un sólo estribillo, que se repetía unas quinientas veces, haciéndote entrar en una especie de somnolencia hipnótica, de la que te sacaban inesperadamente las señoras de delante al ponerse en pie, como poseídas de un espíritu extraterrenal  que las inundaba de una felicidad extrema y las transportaba a un mundo alucinante sin porro ni ná. Lo dicho, un espectáculo. Ya casi nos habíamos mimetizado con el entorno, cuando aparece una comitiva por el pasillo central y se colocan solemnemente debajo del altar. Yo pensé esto será el acto final. Ay, que equivocada estaba. Olvidé con tanta música que estaba en el país de las propinas y los precios sugeridos. La comitiva cogió unas bandejas doradas y las fueron pasando. Algo normal, creo que ocurre en todas las iglesias, aunque no haya cante y baile. Pues bien, hicimos nuestra contribución al macro concierto y seguimos con las palmas y el balanceo. A eso de los quince minutos, volvemos a ver a la comitiva haciendo la misma operación. Nos quedamos de piedra. Hicimos una nueva contribución, menos espléndida que la primera, recogimos las mochilas y salimos pitando. Nos encaminamos a central park donde la gente disfrutaba de un soleado domingo de mayo. Sólo fue una breve incursión porque se nos ocurrió ir al museo metropolitano que cerraba pronto y teníamos que elegir. El MET es la más grandiosa colección de arte que he visto nunca, así que por bonito que sea el central park, como dicen en mi tierra, perdono la sopa por los cuscurros. Tras este increíble paseo nos acercamos hasta la Public  Library, impresionante edificio donde en lugar de estudiar e investigar lo que dan ganas es de echarse una cerveza disfrutando de la belleza del edificio y del trajín de gente ocupando todas las grandes estancias, como si de una estación de tren se tratara, pero en silencio. Después de un breve descanso, ya al anochecer, nos acercamos al Empire State y ascendimos vertiginosamente hasta los cielos, en ese ascensor supersónico que te sube ochenta plantas en un pestañeo y cuando te preguntas, qué es lo que me ha pasado, ya estás allí, en la cima del mundo, viendo esa extensión de luces sin fin al norte, sur, este y oeste. Flipante, la verdad.
Con el sonido del estribillo gospel en nuestras cabezas, nos fuimos a dormir.