Levantarte por la mañana y ver el sol iluminando una playa de arena blanca y aguas turquesas, es una visión idílica que te infla los sentidos. Digo yo. A mí no me ha pasado. Al menos al levantarme, pero sí después de desayunar, que se ve todo mucho menos borroso y, qué quieres que te diga, con el estómago lleno los sentidos ruedan mejor, dónde va a parar. Pues esa visión idílica la tuve en Santa Giulia. Cuando le di la espalda a la playa volví a mi realidad. Era el cuarto día del viaje y pusimos rumbo a Bonifacio, con ese pedazo de coche cargado hasta las trancas de chorradas, como si fuésemos de acampada libre quince días. Qué despropósito! Y eso gracias al dueño del dúplex que viajar ha viajado mucho pero qué poco se le nota, por dios. Con su botella de litro y medio de agua, cargado todo el día, y encima diciéndonos que no bebíamos nada. Pero a ver, chavalín, claro que bebemos, más o menos como tú, pero como no nos escuchas cuando te decimos que compres tres botellines y te vienes con la botellona porque es más barata, qué quieres que te diga, para ti toda, hombre, que no tienes ni idea de lo que son los escrúpulos, ni le permites a nadie que los tenga. Así íbamos la tercera pasajera y yo, con las bocas secas, pero sin sed. Bastaba pensar en la botellona y se te pasaba de golpe. Pero eso sí, no nos salieron boqueras en todo el viaje. Algo es algo. Y, justo ese día, el de Bonifacio, aprovechamos un despiste del botellonero para comprar botellines individuales. Ole. Así pudimos beber esa jornada. O eso, o moriríamos deshidratadas. Ahora que lo recuerdo no me da risa, me da pena y me digo solemnemente que a dios pongo por testigo que no volveré a pasar sed. Y que el viento se lleve lo que se tenga que llevar. A todo esto, por dónde iba? Ah, sí. Llegamos al destino, a la misma hora que el resto del universo. Ni que hubiera un concierto de Chayanne ese día, por favor. Después de darle quince vueltas a la misma rotonda a ver donde aparcábamos conseguimos entrar a un parking pequeño, después de cabrear a la conductora de atrás, poco acostumbrada a las paradas en seco del dueño del dúplex, aunque fuese debajo mismo de la barrera, ocasionalmente abierta para que pasáramos, porque él tiene que leerlo todo, lo mismo da letra grande que pequeña y, sobre todas las cosas, ver los precios, no vaya a ser que lo que se ahorra en agua se lo gaste en parking, y todo eso desoyendo los berridos desesperados de la tercera pasajera y míos, diciéndole que daba igual el precio, que entrara ya de una puñetera vez, berridos que hicieron dúo con los de la conductora de atrás, que además acompañaba de aspavientos cada vez más rápidos y exagerados, que si llega a bajarse del coche esa mujer, la tercera pasajera y yo ya estábamos preparadas para echar cuerpo a tierra, y el tío leyendo y murmurando. Sólo le faltó cantar Paco, Paco, Paco. Pues no os lo perdáis. Aparcamos por fin, después de darle por culo a media isla. El parking estaba en la entrada de un maravilloso puerto que más tarde recorrimos. Pero antes nos detuvimos a ver unas casetas que anunciaban visitas en barco a las Islas Lavezzi. Después que el dueño del dúplex introdujera en su confusa mente hasta el más mínimo detalle de toda la información que aquellas casetas ofrecían, (todas), decidimos sacar pasajes para más tarde y aprovechar que incluían parking para volver a sacar el coche y llevarlo al espacio gratuito para los viajer@s del tour. Felicidad para tod@s porque el dueño del dúplex se quitó un peso de encima y nosotras a él. Y así, relajad@s, nos fuimos a visitar ese precioso puerto lleno de bares hasta que encontramos un lugar apropiado para almorzar, como sabéis a la hora del segundo café en España. Qué le vamos a hacer, hay que adaptarse. Pero vaya que eso de beber vino o cerveza desde las 11 de la mañana me sigue resultando raro. Yo me adapto pero mi cuerpo no tanto. El sitio escogido se llama Kissing pigs, muy reconocido por trip advisor y otros portales turísticos destacados. El local es acogedor y el servicio muy amable. Nos tocó un camarero muy simpático que quería practicar español. Nos pasó más veces y siempre empezaba de la misma manera, Italiani? No, Ispañoli. Ah, Ispañoli, yo hablar poquito, yo querer ir a Ispaña. Ah, muy bien, muy bien, pues trae tres Pietras y ya seguimos hablando si eso. Y entre el spaninglish de la tercera pasajera y mío, el francés incalificable y lento del dueño del dúplex y las ganas de hablar Ispañoli del corsa, se generaba una torre de Babel que lo flipas. Bueno, al lío. Los corsas presumen de embutidos. Tengo que decir que se nota un montón que no conocen España. Por favor, que el lomo embuchado del mercadona está más bueno que el mejor de sus embutidos. Lo siento, ahí resbalais. Ganas me dieron de decirle al camarero, niño avisa cuando vayas a España que te vas a enterar lo que es un jamón en condiciones, embutido ni embutido, que sabrás tú. Pero claro, allí la gente que va es francesa, italiana o alemana, y si me apuras, algún catalán/a independentista, que a es@s los sacas de la butifarra y lo flipan también, vamos, que se rinden. Venga, para el barquito que la vamos a liar. Luego os cuento.
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