Visto el sur tocaba remontada de nuevo al norte pero por la cara oeste de la isla. Primera parada en Porticcio. Acusábamos ya el cansancio y decidimos tomarnos la mañana con calma, como si pudiéramos permitirnos ese lujo. Además habíamos cambiado el plan de visita dejando la parte más dura para el día siguiente y sólo teníamos que desplazarnos unos pocos kilómetros para cumplir nuestra agenda. No había prisa, así que después de desayunar subimos de nuevo al hotel, a esa estupenda terraza que la noche anterior convertimos en improvisada discoteca aprovechando el chunta chunta del asqueroso reggaeton que provenía de los chiringuitos cercanos. Hicimos todos las coreografías que la tercera pasajera traía de su gimnasio habitual hasta caer rendid@s. Y lo mejor de todo es que lo hicimos en silencio porque la música la traía el aire y nuestras carcajadas eran constantes pero apagadas, reprimidas, no sea que nos echaran del hotel. Y ya habíamos tenido bastante con que momentos antes, el dueño del dúplex nos invitó a cenar por su santo, aunque él es ateo y no cree en esas cosas, pero una celebración no se la salta un galgo, oye, y los dueños del garito donde conseguimos que nos sirvieron la cena a hora ispañoli, o sea que ya estaba el bar recogido y a punto de cerrar, pero nos hicieron el gran favor de servirnos, nos dejaron terminar los platos, pero con los vasos ya estábamos rebasando los límites de su generosidad y nos mandaron a la zona playera, nos indicaron dónde dejar las copas cuando agotáramos su contenido, y nos dijeron que buscáramos salida por la playa. Tras seguir a pie juntillas las instrucciones recibidas, volvimos al hotel bailando por el camino, y así llegamos, con la marcha metida en el cuerpo y necesidad de sacárnosla de encima para poder dormir. Bailamos hasta la extenuación, o sea, media hora. Dormimos hasta la extenuación, o sea, unas seis o siete horas. Qué extenuante todo, por dios. Por eso necesitábamos un respiro, o sea, un par de horas mirando al dueño del dúplex cómo se bañaba en la piscina.
Se acabó el relax que parecemos gente rica y no nos pega nada eso. Vamos allá. Y fuimos. Llegamos a Ajaccio, una localidad costera sin más interés que sus playas. La mañana, o lo que quedaba de ella, se prometía aburrida. Paseamos por calles, plazas, puerto, playa. Alto, ahí me paro. El dueño del dúplex, al que ya le estaban saliendo aletas, decidió darse un chapuzón mientras la tercera pasajera y yo visitamos la catedral. Las catedrales de allí son como parroquias de aldea, nada que ver con las nuestras, que conste. No es por quitarles encanto, pero las cosas como son. Media tarde y ya lo teníamos todo visto.

La tercera pasajera recordó que cerca de allí estaban las Iles Sanguinaires y decidimos asomarnos. Menuda sorpresa!!! Aquello superó con creces nuestras expectativas. Y por poco acaba con mi capacidad física después de subir a pie, uno detrás de otro, por un cerro, hasta arriba del todo para contemplar embobada un paisaje espectacular. Valió la pena, sin duda. Y aún no tenía bastante la tercera pasajera que decidió subirse a otro montículo por un camino de piedras, de alta dificultad, que para ella debía ser pan comido porque a veces está como las cabras, y ese debió ser uno de esos momentos. El dueño del dúplex escogió otro camino menos complicado y yo escogí sentarme en una esquina del mundo, rodeada de mar y a resguardo de una roca. Lo que empezó como un día de escaso interés acabó siendo una de las excursiones más interesantes del viaje. Y volvimos a la pista de baile, pero esa noche no oíamos ni la música.

La tercera pasajera recordó que cerca de allí estaban las Iles Sanguinaires y decidimos asomarnos. Menuda sorpresa!!! Aquello superó con creces nuestras expectativas. Y por poco acaba con mi capacidad física después de subir a pie, uno detrás de otro, por un cerro, hasta arriba del todo para contemplar embobada un paisaje espectacular. Valió la pena, sin duda. Y aún no tenía bastante la tercera pasajera que decidió subirse a otro montículo por un camino de piedras, de alta dificultad, que para ella debía ser pan comido porque a veces está como las cabras, y ese debió ser uno de esos momentos. El dueño del dúplex escogió otro camino menos complicado y yo escogí sentarme en una esquina del mundo, rodeada de mar y a resguardo de una roca. Lo que empezó como un día de escaso interés acabó siendo una de las excursiones más interesantes del viaje. Y volvimos a la pista de baile, pero esa noche no oíamos ni la música.
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